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MiguelOrtemberg 3/19/2018 04:31:27 a.m.
MiguelOrtemberg
La casa del fauno
Miguel Ortemberg escritor argentino
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Literatura, relatos, poesía, literatura latinoamericana, novelas
 

“La casa del fauno” es el título de un nuevo texto, aún inédito, que pertenece a la escritora argentina, Inés Messore.  Presento a los lectores tan solo el primer capítulo con el permiso de Inés.

La delicadeza con que la autora describe las fuerzas que actúan en el hecho creativo me conmovió profundamente. El relato, minucioso en los detalles y espacial arrastra al lector a un mundo lejano y misterioso y al mismo tiempo conocido por el hecho de ser profundamente humano. A poco de andar estamos allí sintiendo lo que sienten, viviendo lo que viven, oliendo los perfumes de las vides y danzando. Es la magia de este texto maravilloso, apolíneo y dionisiaco que nos enseña que en el arte somos marionetas de algo más grande y poderoso que nosotros mismos.

Inés Messore es arquitecta, ensayista y acaba de publicar un libro denominado: Nuevos aportes sobre los orígenes del Grupo de Boedo.

“En ese momento Róikos reconoció en él al modelo buscado, el modelo vivo y en movimiento.  Su espíritu generalmente equilibrado y sereno se encontró de repente trastornado en una mezcla de atracción y repulsión extraña a sus sentidos. El bailarín continuaba exponiéndose con su cuerpo lúbrico rodeado de coreutas sensuales, en rondas bulliciosas y provocativas. Róikos trataba de permanecer en su rol de observador pero la pulsión interna lo empujaba a sumarse al enredo. En cortos pasos fue venciendo su pudor y al acercarse al límite, la energía centrípeta del grupo lo enajenó definitivamente. Fue tomado, comenzó a bailar, tocar, acariciar, ser abrazado y abrasado intensamente. Ya no pudo dominar la realidad, su cuerpo no le perteneció ya nunca más, era un trance sin retorno. Las revelaciones sensoriales suelen marcar indefectiblemente la vida, él supo que ese viaje no tenía vuelta atrás. Que su mente ya no podría olvidar.”

LA CASA DEL FAUNO

Por Inés Messore

 

 

 

Fue Zeus quien lo engendró, nació contrahecho por el fuego.

 

 

 

Prontas manos, precisas y amorosas lo pulieron y perfeccionaron.

Lenta y trabajosamente comenzó a bailar.

El Padre era el dios de los dioses y para su hijo eligió el bronce. El bronce tenía la eternidad. Pudo preferir el veteado y dúctil pentélico, pero creyó mejor que el mármol quedara destinado a los artistas, observadores atentos del cuerpo humano, donde cada uno de los movimientos y músculos surgían dictados por la piedra a cada golpe de cincel.

En cambio Él quería que su hijo sea generador, alguien capaz de renacer infinitamente.

Pero no le dio el lugar a su lado entre los dioses mayores.

 

Isla de Samos, S. II A.C.

        Samos amaneció con esplendor ese día de noviembre. Teodoro estaba desde temprano en su taller preparando el yeso para el vaciado de una pieza que, en particular, le resultaba muy atractiva. La había recibido el día anterior de manos del autor, su amigo y escultor Róikos, traída como un hijo amado, envuelta en paños de algodón. Un bellísimo Dióniso danzante de setenta centímetros de alto, elaborado con una exquisita técnica en arcilla cruda.

En su tarea de fundidor, muchas veces había visto y sobre todo percibido, la reverencia y el temor con el cual un artista entregaba sus creaciones para que él las transforme en un obra perdurable. De la frágil arcilla al dorado bronce, la fundición era quizás una de las pocas artes que delegaba la interpretación y la concreción del objeto creado en otro. Tal vez solo los compositores y dramaturgos sentían lo mismo ante el intérprete musical o teatral de sus obras, pero el arte de la fundición era un hecho único, pues en muchos casos se perdía el original y solo quedaba la copia. 

Teodoro era figlio d´arte, heredero de una tradición de escultores, arquitectos y expertos fundidores de bronce artístico. Se exigía a sí mismo la mayor de las precisiones. Había ido muy temprano a las bodegas del puerto a buscar piedras de fina escayola llegada de Creta, la de mejor calidad. La tarea que tenía entre manos era sin duda una de las más delicadas del proceso de fundición: el moldeado.

Una vez de vuelta en su taller encendió un fogón y comenzó a cocer las piedras de yeso para deshidratarlas y transformarlas en polvo, mientras observaba la estatua de arcilla y estudiaba el mejor procedimiento, “querría ser capaz de reproducir fielmente su belleza” pensó “pocas veces recibí una pieza de tal maestría” mientras continuaba moviendo en el caldero las rocas ya informes.

El volumen de yeso a pulverizar era grande, pues los pasos a seguir eran muchos. En primer lugar posicionó la figura de arcilla sobre una tabla y comenzó a cubrirla con una sutilísima capa de estaño fundido ayudado por un pincel de cerdas finas. Este procedimiento permitía impermeabilizarla y preservarla. Luego la aceitó completamente. Con el polvo de yeso mezclado con agua preparó el empaste para la colada. En un profundo encofrado de madera volcó la mitad del fluido sin completar del todo el recipiente. En ese lecho denso y pastoso recostó de espaldas la figura desnuda de Dióniso, cuidando bien de no romper sus fragilísimos detalles. Observó su impudicia, sus manos elevadas, la detallada musculatura de sus piernas en movimiento, sus cabellos enrulados ornados de dos pequeños cuernos y su rostro provocador, “la imagen perfecta de un borracho alegre, quién sabe en qué ritual encontró Róikos a este personaje” pensó Teodoro. En ese momento sintió un escalofrío, el yeso de la cama ya tiraba, comenzaba a fraguar levantando calor, ahora tenía que cubrirlo con la segunda colada. Untó nuevamente la pieza y el molde con aceite para facilitar luego su apertura. Una vez hecho esto volcó el nuevo empaste hasta cubrir por completo la pieza. Esta ceremonia siempre le generaba tensión: estaba en manos de los materiales. Para acallar sus pensamientos y miedos, se alejó del encofrado y continuó con otras tareas pendientes.

Róikos se asomó a la puerta. Era un joven artista que solía recibir encargos de las familias notables de la ciudad, pero en este caso la estatua de Dióniso era una búsqueda personal.

Se sentía atraído por la figura de ese dios antiguo, andrógino, nacido del muslo de Zeus. Dióniso, el dios de los pueblos del mar, los pelasgos, a quienes donó y enseñó el arte del cultivo de la vid y quien para ellos era el protector de la agricultura y el teatro.

Escuchó hablar de él en las reuniones en el ágora, donde relataban que era hijo del dios Zeus Eleutherios, quien fuera instaurado como protector de la isla por Meandrios siglos atrás, luego que hubieron liberado Samos de la oligarquía y la tiranía. 

Róikos siempre valoró la armonía compositiva, la geometría de las artes exactas. Su educación, siendo hijo de un importante comerciante del puerto, estuvo nutrida por maestros en filosofía, matemática y el culto a la perfección del cuerpo en intensos entrenamientos en la palestra. Pero también frecuentó el taller del padre de Teodoro, donde conoció las reglas de la arquitectura y la escultura y adquirió destreza en el uso de los materiales. A los veinte años sabía que debería acompañar a su padre en el comercio, pero antes de hacerlo quería dejar una impronta, un legado de aquello que tanto amaba, su arte. Es por eso que buscaba situaciones de gran emoción, que lo sacaran de su estructura mental, disciplinada y racional.

En ese camino participó en las celebraciones y en las teatralizaciones rituales en honor a Dióniso, donde se enaltecían sus virtudes y hazañas: algunas veces era el coro alabando al dios que bogaba por el mar hasta el Indo seguido por sus Sátiros y Ménades, en su nave brotada de sarmientos de vides y escoltado por delfines; otras, era Dióniso enamorado de la bella Ariadna, quien le dio seis hijos y en su alabanza él elevó su diadema nupcial hasta las estrellas, formando la corona cretense. Los cánticos lo describían ascendiendo finalmente al cielo para ocupar su lugar a la derecha de Zeus entre las doce grandes deidades, luego de instaurar su culto y el de la vid en todo el universo conocido. En su honor se hacía el festival de primavera, cuando los árboles brotaban y el mundo entero se inflamaba en deseo, celebrando la emancipación del pueblo de todas sus preocupaciones y de la oscuridad del invierno. Dióniso se paseaba exhibiendo una granada, el fruto maduro que se abre como herida sangrante y muestra sus semillas rojas simbolizando la muerte y la promesa de resurrección.

Róikos se divertía enormemente junto a las gentes de Samos esas noches serenas bajo un cielo estrellado, sentados en tablones de madera distribuidos en escalera sobre un terreno en pendiente mirando al mar. Las familias enteras llegaban desde la mañana, aprovisionadas de alimentos, bebidas  y pertrechos para permanecer largas horas en el lugar y disfrutar lo más cómodos posibles y en la mejor ubicación el espectáculo. Si bien éste era de una procacidad e inmoralidad enorme, era mirado por todos con religioso respeto.

Los ciudadanos aprovechaban estas salidas para intercambios sociales y manifestar libremente todo aquello que pensaban a viva voz. Era una platea móvil, litigiosa, donde se comía en abundancia, se estallaba en aplausos y gritos, se pedorreaba con las manos en forma de corneta mientras arrojaban higos, tomates y hasta piedras, rechazando o aprobando los dichos de la escena. El público y el coro eran un extraño incordio en unidad.

Se dramatizaba la vida del dios en cantos, bailes, diálogos y monólogos satíricos, groseros y ordinarios, alusivos a los hechos de su vida, acompañados con música de flautas. La liturgia de estas funciones contaba con la presencia de la estatua de Dióniso en el lugar principal para mejor vista de todos, y para quien previamente se sacrificaba una cabra en su honor.

….

Sabiendo Róikos que era el momento de abrir el primer molde, quiso ayudar en eso a su amigo Teodoro. Los dos estaban tensos pues el resultado era de gran incertidumbre. Muchas veces las piezas originales se partían, o se adherían al yeso, perdiéndose detalles únicos. Pero en este arte la tarea del autor y el fundidor se aunaban en una reinterpretación común. El artista confiaba y el artesano devolvía esa fe con su pericia y destreza con el cincel.

Para un escultor era más fácil y directo elegir una buena sección de mármol del Pentélico, trabajar la imagen interior y sacar a la luz con los golpes de buril el objeto deseado. Las familias pudientes estaban requiriendo estatuas para sus casas solariegas y jardines, abandonando la bidimensionalidad de la pintura mural, pedían imágenes naturales, y en ese caso los modelos vivos eran la única forma para que el artista pueda lograr estatuas realistas.

Róikos alternaba el material final de sus obras: trabajaba con madera, terracota, mármol y raras veces marfil, pero si bien la experiencia de transferir una estatua al bronce fundido era una tarea ingrata y que presentaba dificultades técnicas enormes, para éste, su Dióniso, dios liberador e inspirador del éxtasis, sentíase llamado a adoptar ese material y no otro.  El mármol, el bello mármol pentélico con sugestivas vetas de hierro, quedaba destinado a la estatuaria doméstica y laica. El bronce en cambio estaba reservado a los mitos y a los dioses.

Unos meses antes, cerca de mitad de agosto, Róikos recorría de mañana la campiña en las colinas vecinas a Samos. Entre los viñedos y los muros bajos de piedra atravesados de espinos, se oían los cantos y gritos de las mujeres que recolectaban uva y la vocinglería de los hombres que acarreaban los cestos llenos de racimos. El sol encandilaba con su resplandor intenso y brillante, el cielo, imperturbablemente celeste. Soplaba el suave Céfiro, viento fructificador, que cuando se instalaba sobre el mar Egeo anunciaba la llegada de los buenos tiempos, de los fastos, la abundancia y la época de la navegación. 

La curiosidad de Róikos lo situaba como espectador permanente y dedicaba largas horas de su día a preparar esbozos de esas figuras musculosas y desenfadadas. Los había observado mientras podaban los pámpanos, mientras descansaban bajo los árboles riendo, conversando y comiendo queso de cabra y hogazas de pan. Acompañó la tarea por meses tratando de captar las mejores imágenes, los gestos particulares que le permitieran luego, transferirlos a la creta o al mármol. Recorrió las colinas, los vio cosechar cereales, leguminosas y frutos que se irían depositando sobre esteras en terrazas a secar para el invierno: higos, su principal alimento, almendras, pistachos, bayas de enebro, piñones, nueces y avellanas.

Finalizada la vendimia en la isla, la uva se exponía al sol por diez días a confitar, luego, cinco días más a la sombra, hasta llegar casi a ser pasa. Recorriendo las cantinas, Róikos sintió el olor dulzón, acre y alcohólico. Se acercaba el momento de transformarla en vino.

Sobre cestas de mimbre llenas de racimos, dentro de cubas de madera, un grupo de  hombres y mujeres con gran destreza, mantenían el equilibrio sujetos a cuerdas y tablones, mientras aplastaban la uva con sus pies. Entorno al lagar, varios músicos acompañaban tocando la flauta, el áulos, de forma festiva con un ritmo excitado y de gran algarabía. Mientras los jóvenes desenfrenados bailaban y reían con sus piernas teñidas color borravino, el mosto se escurría como sangre de un sacrificio ritual que se iba decantando en una batea desde donde se llenaban altas tinajas ovoides de terracota para su fermentación.

En sus tablillas de madera pintadas de blanco, Róikos trazaba los croquis de estos movimientos, contoneos, miradas y besos furtivos. Pero él estaba esperando algo o alguien: una figura que le permitiera representar de la más sublime manera a Dióniso, el dios liberador, Eleuterio, el que daba sentido y permiso a esas gentes para abandonar su ser normal, el miedo a la tiranía, mediante la locura y el éxtasis.

Finalmente llegó el momento de trasvasar el vino, y con ello comenzaron los grandes festejos. Se probaba por primera vez en ese año la sangre del dios.

Era una noche extraordinaria que rompía la monotonía de la existencia y preanunciaba los Misterios del nacimiento de un nuevo ciclo vital. Miles de personas danzando frenéticamente hasta el agotamiento, bailaban en círculo ceremonial alrededor de los árboles sagrados. El vino griego, dulce y aromático, oscuro y rico en alcohol, altera el espíritu de los necios, facilita prodigiosamente las transacciones, estimula el ardor y el amor. 

Róikos se sumó a la multitud de espectadores que acompañaban el séquito de bailarines cubiertos con hojas de hiedra, portando falos, pétalos de flores y dulces frutos, entre bromas y risas, bajo la luz de las antorchas, dramatizando alegres juegos, exhibiendo la máscara del dios y aclamándolo en cantos corales:

¡Oh Dióniso, nacido de Zeus el Liberador, recibe en ofrenda nuestra cosecha, hoy te honramos para que este vino que brota de las entrañas de la tierra la haga siempre fructificar!

Era el momento de enterrar el vino nuevo. El dios personificado, ubicado en el altar de honor, recibía las plegarias entre la bulla general y exigía desvergonzado símbolos fálicos y ditirambos celebrando las mágicas fuerzas del sexo, la fecundidad y la procreación, garantía de la continuidad de la vida. En esa noche mística se permitía cualquier concesión a la impudicia, jóvenes y viejos, machos y hembras podían violar cualquier precepto que quedaría luego olvidado al salir el sol.

Los viñateros enmascarados y camuflados en ejército de Ménades y Sátiros, borrachos y mascando hojas de hiedra, corrían excitados por la presencia del dios, ellas tatuadas con rayas en sus brazos cual pintura de guerra, copulaban en feroz orgía con los faunos en honor a Dióniso, representado por un atlético personaje desnudo que bailaba exhibiendo su cuerpo en gestos procaces y desenfadados, coronado con cortos cuernos, una guarnición en cuero de cabra rojo simulando un gran falo y cola de macho cabrío. No era bello, pues su rostro era bestial, de rasgos burdos, pero su cuerpo armónico y musculoso más su agilidad y destreza en la danza lo hacían descollar y ser el centro de la atención.

En ese momento Róikos reconoció en él al modelo buscado, el modelo vivo y en movimiento.  Su espíritu generalmente equilibrado y sereno se encontró de repente trastornado en una mezcla de atracción y repulsión extraña a sus sentidos. El bailarín continuaba exponiéndose con su cuerpo lúbrico rodeado de coreutas sensuales, en rondas bulliciosas y provocativas. Róikos trataba de permanecer en su rol de observador pero la pulsión interna lo empujaba a sumarse al enredo. En cortos pasos fue venciendo su pudor y al acercarse al límite, la energía centrípeta del grupo lo enajenó definitivamente. Fue tomado, comenzó a bailar, tocar, acariciar, ser abrazado y abrasado intensamente. Ya no pudo dominar la realidad, su cuerpo no le perteneció ya nunca más, era un trance sin retorno. Las revelaciones sensoriales suelen marcar indefectiblemente la vida, él supo que ese viaje no tenía vuelta atrás. Que su mente ya no podría olvidar.

En esa noche febril, descubrió aquello que cambiaría su rumbo, entendió que su arte era su camino. Que la creación requería de ambas expresiones: la medida, armoniosa, formal y el descontrol desmesurado, inmanejable. Sumadas esas dos facetas, conociéndolas, solo así su producción tendría alma, ánemos, un soplo vital. Apolo y Dióniso unidos.

El amanecer lo encontró dormido bajo un olivo sagrado.  Palas Atenea lo había cobijado, dándole la sabiduría necesaria para las decisiones que tenía que tomar.

….

Llevó a su taller los esbozos. Con manos rápidas, apelando a su memoria visual intensamente marcada por efecto de las recientes vivencias, comenzó a amasar la arcilla y a conformar la figura. Cada movimiento de sus herramientas y sus dedos eran dolorosos, no encontraba aun el placer. Poco a poco fue dejando su tormento en la materia, que generosa tomaba esa energía negativa y la transformaba en belleza.

Al llegar al taller de Teodoro, lo halló preparando la tarea de desmolde. Separaba delicadamente el encofrado del yeso ya bien seco y fraguado. El paralelepípedo blanco mostraba las irregularidades y vetas de la madera impresas en su superficie y una línea horizontal despareja, que indicaba el punto de separación de ambas mitades.

Con un elemento alargado de punta plana que servía de palanca, Teodoro fue lentamente recorriendo el perímetro de la línea divisoria de la pieza hasta lograr sentir que las partes se desprendían entre sí con un levísimo sonido. Era el punto en el cual aparecía de nuevo a la vista la bella representación de Dióniso.

Los moldes eran la matriz, ellos sostenían la impronta que contendría las nuevas reproducciones, esta vez en magnífico bronce.

 

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Miguel Ortemberg Miguel Ortemberg

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