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daniloalberovergara 8/28/2024 7:50:58 AM
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Caveat emptor
Danilo Albero Vergara Escritor argentino
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Algún día deberé escribir que la felicidad, hallazgos inesperados y recuerdos, están en los estantes; muchas veces, con deudas impagas. Buscaba una cita de Tristram Shandy; detrás de un pequeño alebrije en forma de chancho que compré en Tlaquepaque, topo de manera inesperada con La reina en el palacio de las corrientes de aire. De manera inesperada porque, el apellido del autor no corresponde, en orden alfabético, con Lawrence Sterne.

Consulto el archivo de lecturas; la leí hace ocho años y no la he devuelto. Recuerdo que, en una clase de fotografía, Ricardo, habló maravillas de las tres novelas de Stieg Larsson, la saga Milenium; pedí que me prestara una. El próximo viernes trajo el primer volumen, “la segunda es mejor y la tercera más todavía”, advirtió, el domingo le pedí por e-mail que, la próxima clase trajera los dos faltantes. En poco más de dos semanas devoré la trilogía: Los hombres que no amaban a las mujeres, La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina y La reina en el palacio de las corrientes de aire. Hasta allí los recuerdos, el resto debería estar registrado en mi diario.

Consulté mi diario de aquel año para rastrear qué había escrito sobre esas lecturas y sus derivas. En aquel entonces, encontré coincidencias de procedimientos narrativos con Los misterios de París; interrumpí la lectura del diario para buscar la novela de Sue; horror, estaba amortajada en un folio de plástico y ocultaba una sorpresa, tres fichas de cartulina, cuya existencia no recordaba, con anotaciones sobre los caracteres de los personajes, resumen del argumento y los capítulos más importantes.

Volví a mi diario, cuando faltaban menos de ochenta páginas para terminar con el último volumen, fui a un turno médico; la doctora, al verme con el libro en la mano -difícil esconder, casi mil páginas- sentenció: “cuando la termine va a lamentar que no haya otra más, esa saga provoca síndrome de abstinencia, pena que el autor haya muerto”. Mientras la doctora hacía una receta pensé en la adicción que nos hacía cófrades y, a modo de confidencia, antes de abandonar el consultorio, comenté que la saga había sido continuada por otro escritor y que el cuarto volumen estaba disponible. Me respondió que, sin leerla, dudaba de su calidad.

Al momento de escribir esta nota pienso que, al despedirnos, la doctora glosó a Hemingway, también en que debo hacer encuadernar Los misterios… para releerlo; es una hipernovela y la relaciono a un tipo de literatura que venimos consumiendo hace más de siglo y medio, como antecesora de los culebrones de televisión, las novelas por entregas, de folletín o de corte folletinesco que terminaron siendo best sellers o llevadas a la pantalla. Quizás la más conspicua que recuerdo haber leído -porque tiene las características de un culebrón televisivo- sea El árabe de H.M. (Edith Maude) Hull de 1919, herencia de mi madre -aunque no pienso leer el segundo volumen de su legado El hijo del árabe- que diagnosticó y anticipó en clave narrativa el “síndrome de Estocolmo” y fue llevada al cine con Rodolfo Valentino en el rol de sheik. Al igual que cuando leo best sellers, me engancho con los culebrones, para los dos tengo el sí fácil.

Esta debilidad trae recompensas; durante años venía postergando visitar Estambul, a la que conocía muy bien por el cine: Topkapi, De Rusia con amor, La máscara de Dimitrios -basada en la novela homónima de Eric Ambler que, para ambientarse con la ciudad, lee el 007 en la novela De Rusia con amor- y Érase una vez un genio. Ver el culebrón Las mil y una noches, me decidió a realizar el primero de tres viajes a Estambul y legó un rústico vocabulario de menos de una docena de palabras en turco.

Del culebrón, aprendí su nombre original: Binbir Gece, me hice íntimo de los protagonistas, pero el principal es la ciudad y algunos de sus recónditos lugares y vistas que no aparecen en guías turísticas.

Luego de estas justificaciones y, contrariando a la doctora y a Hemingway, resolví leer el cuarto libro de la saga Milenium, ahora continuado por otro escritor, cuyo nombre debería ser borrado de la historia. La idea era devorarlo y luego regalárselo a Ricardo. La luz del entendimiento me hizo ser muy precavido. Recordé una locución latina que absuelve de culpas al vendedor: caveat emptor, “el comprador asume el riesgo”. Dicho en buen lunfardo “si luego de comprar algo y no te gusta, andá a quejarte a Magoya”.

Amparado en la inmunidad del gremio, le pedí prestada la novela a Pablo, dueño de una librería que frecuento. Pablo repitió su dictamen de otra oportunidad cuando me prestó 40 sombras de Grey: “es una cagada”, de todas maneras la llevé; tenía razón. La terminé y, antes de devolverla, recordé el consejo de otro viejo amigo librero de Mendoza, Rovetti: “como en todas las cosas de la vida, antes de comprar algo es bueno pedir opinión de quien sabe, un mecánico de confianza es tan importante como un librero de confianza”.

Vuelvo sobre mis pasos, cuando dejé el consultorio de la doctora con las recetas dobladas dentro de La reina en el palacio de las corrientes de aire y, pese a su opinión, leí la continuación de la saga Milenium: Lo que no te mata te hace más fuerte de David Lagercrantz, la novela le hizo honor a la crítica de Pablo. También a la opinión de la doctora, que, sin leerla, dudó de su calidad; y yo pensé que ella acababa de glosar a Hemingway.

“La única manera de acabar con una novela y su continuación es matar al autor”, dijo Hemingway, y Stieg Larsson está muerto. Otro tanto ocurrió con Ian Fleming y los malparidos intentos de continuar con la saga del 007.

 





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