Hace un par de semanas busqué, en cajas de mi oficina, una carpeta con borradores, de cuentos escritos hace seis lustros que, en ese momento, deseché. Los recordaba dactilografiados en hojas oficio; con la entrañable Lexikon 80 y, usando la parte roja de la cinta que empleada para las primeras versiones.
La manera de escribir y el artilugio utilizado son detalles hoy inimaginables. La Lexikon 80 pesaba más de 10 kilos y estaba hecha para que durara toda la vida del propietario y de sus herederos; las partes giratorias montadas sobre cojinetes de bola, además de la inefable campanilla, común a todas las máquinas, que sonaba al final de cada línea, indicando que había que volver el carro para hacer subir una línea en blanco y retomar la escritura. Añorar, el tintineo, me recordó que ese sonido inspiró al inigualable Leroy Anderson para componer su pieza musical -imprescindible que sea ejecutada con una orquesta- La máquina de escribir y a Jerry Lewis ejecutarla sólo con mímica en la película Lío en los grandes almacenes.
Dentro de mis innumerables nanas, no padezco afantasia y puedo trasponer el Leteo, río del olvido; por fin di con la caja y, dentro, una carpeta con fecha “1988” donde estaban los borradores buscados. Inspirado, encendí la computadora, busqué en YouTube La máquina de escribir y, con esa música de fondo, me dediqué a revisar la carpeta. No tenía registrado que, además, había un sobre con fotos en blanco y negro, la mayoría de mi niñez, y entre ellas, una de tío Oscar y otra de tía Moty.
No eran cinco, como en el tango, sino cuatro hermanos, y la abuela Emperatriz que a veces no era una santa como la viejecita “de canas muy blancas” de la canción de marras. Más bien tiraba a Mogwi, el gremlin de la película, cuando comió después de medianoche y le cayeron unas gotas de agua. A veces podía ser bastante malita y mi padre tenía todos los números de esa tómbola, nunca lo soportó: “los argentinos son tangueros y cafishos”.
El mayor, tío Nene; la segunda, mi madre; la tercera, tía Moty y el cuarto, tío Oscar. Me dejaron, cada uno en su estilo, afición por las manualidades, el cine y la lectura -tía Moty, a través del esposo, tío Mario-. No tengo más fotos de ellos que la que apareció en el sobre; el resto en mis recuerdos.
En una de las tomas, tío Oscar con hábitos de seminarista, camisa negra con pechera blanca, alzacuello e inseparables anteojos sin armazón ?escribo estas líneas y caigo en cuenta del origen de mi preferencia por ese tipo de gafas?, en la segunda tía Moty con los mismos hábitos y lentes prestados, la toma fue hecha en un viaje que realizamos para visitarlo, cuando todavía estaba en el seminario en Talca. En el próximo viaje a Santiago, no vestía sotana, vivía, junto con los hermanos en casa de abuela Emperatriz y trabajaba como maestro en un colegio primario en el turno mañana; casi siempre me llevaba con él y por las tardes, dos o tres veces por semana, al cine.
El primer día que me llevó al colegio, en el recreo, vi como los chicos jugaban batallas con espadas de madera y tapas de tarros de basura como escudo, experiencia en la que inicié a mis amiguitos al regreso a Mendoza. Con tío Oscar fui Jim Hawkins de Treasure Island; él, Long John Silver. No era un pirata, pero se las traía. A la salida íbamos a comer panchos, de aquel lado les llamaban hot dogs, con palta pisada, cebolla morada y tomate picado, como a mí me gustaban, luego un helado. En una oportunidad, al regreso, sentimos unos aullidos de dolor seguidos de un disparo, “han atropellado un perro, vamos a ver”. Nos acercamos y él me subió sobre los hombros para que no perdiera detalle: habían subido al perro a la vereda y acomodado sobre el cantero de un árbol. Un carabinero le disparó con su revólver, el perro continuó aullando, luego del segundo disparo salió de su hocico una burbuja de sangre y ladeó la cabeza. “No cuentes a nadie de esto en casa”.
Años después, me enteré que, cuando estaba en el seminario, se había enredado con una viuda, muy beata ella; en la orden los sorprendieron; a él, previo a su expulsión, lo encerraron en su cuarto del convento, le quitaron la ropa y lo dejaron descalzo y sólo con un camisón. Tío Nene viajó con ropa para traerlo de vuelta a la casa de abuela Emperatriz. Fue una suerte para tío Oscar: el capitán Flint lo hubiera hecho caminar por el tablón; también para monaguillos y niños de la parroquia que a él le gustaran las viudas. De haber sido pedófilo habría continuado su carrera eclesiástica, limpio como una patena y, con lo tramoyero que era, habría terminado obispo.
Hace poco leí en un diario mexicano un artículo que fue hilo conductor, enhebró los recuerdos que me trajeron a estas líneas. El artículo refiere a un proceso mental poco estudiado, la afantasia -todavía no aceptado por la RAE- y que demandó un neologismo en inglés: aphantasia.
La aphantasia, fue descrita por primera vez por un estudioso en 1880, pero había sido poco estudiada. El interés por este proceso surgió después de la publicación de un estudio realizado por un equipo de investigadores de la Universidad de Exeter, hace menos de una década, quien lo bautizó con ese nombre, derivado de la antigua palabra griega phantasia (imaginación), y el prefijo a (sin) y es la incapacidad de crear imágenes mentales visuales -el fatigado ejemplo sería, en noches de insomnios, contar ovejas para dormirse.
No sería mi caso, la escueta experiencia que tuve, cuando estudiaba la carrera de letras, con marihuana y una dosis homeopática de LSD -eran los años de Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band, de Los Beatles y la canción que era su buque insignia: Lucy in the Sky with Diamonds- me llevó, en ese único viaje y sin escalas, de El nacimiento de Venus de Boticelli a El sueño de la razón produce monstruos de Goya; la experiencia reveló que mi imaginación demanda frenos, no acicates. Los estudios de los investigadores de la Universidad de Exeter revelaron que la aphantasia tiene un proceso que está en las antípodas, la hyperphantasia, capacidad de tener imágenes mentales extremadamente vívidas. Es mi caso.
Al año siguiente tío Oscar no estaba en casa de la abuela Emperatriz. Se había ido a vivir con una mujer divorciada -las solteras no eran su tipo-. Me fue a buscar en algunas oportunidades para llevarme a su nuevo hogar y conocer a Gladys y familia. De todos modos seguí siendo el mimado de los cuatro en la casa. Tío Nene se había llevado a vivir con él a Violeta, la recuerdo tan bella como cariñosa y atenta con mi abuela y conmigo; la adorábamos, Violeta usaba arracadas y una esclava en el tobillo.
Años después me enteré que Violeta había trabajado en un prostíbulo, donde la conoció tío Nene. Se enamoraron y se la llevó vivir con él.
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