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daniloalberovergara 8/17/2020 10:14:07 AM
daniloalberovergara
El sabor de los coiles
Danilo Albero Vergara escritor argentino
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Literatura, ensayos literarios, relatos, novelas
 

Los recuerdos son también imaginaciones, por eso es difícil recuperar algunos, en mi caso Acudí a un buscador por internet. No fue fácil, pero di con esos frutos que probé en las dos oportunidades que estuve en el sur de Chile, los coiles. Como muchas de mis iniciaciones gastronómicas, la experiencia fue patrimonio de abuela Emperatriz; ella tenía un parentesco indefinido, con sus compadres doña Zunilda y don Rosa, padres de Sergio y Ofelia.

Don Rosa y doña Zunilda eran encargados de un puesto en un fundo chileno, cerca del caserón de los propietarios, que estaba frente a la plaza principal y al lado de la iglesia. El fundo quedaba a poco más de una hora de la estación de Talca. Tomábamos el tren en Santiago, nos bajábamos en Talca, luego tomábamos un acicalado station wagon con carrocería de madera que nos llevaba hasta el fundo; el automóvil me fascinó y, como en Penny Lane de los Beatles, sigue vivo in my ears and in my eyes. Su recuerdo corusca en mi memoria: el latido del motor, las cubiertas con bandas blancas, las pulidas maderas en tono marrón de la carrocería, que hacían juego con el azul oscuro del capot, y la marca en la parrilla, que las cuatro veces que subí a él leí y fabulé que un día sería propietario de uno: Chevrolet Fleetmaster.

Doña Zunilda y don Rosa vivían en una casa, en realidad un galpón, al costado del camino; una única y enorme estancia dividida en dos sectores, por un lado el dormitorio, una sola entrada con dos habitaciones: de los padres y de Ofelia. El resto de la planta, casi la mitad del galpón, era living comedor y cuarto de huéspedes. En la parte superior, suerte de altillo, junto con aperos de las cabalgaduras y herramientas, el catre de Sergio. El piso era de tierra, tan apisonada y barrida que parecía de cemento. Tres lamparillas eléctricas colgaban de cables que se perdían entre las vigas del techo a dos aguas. Allí nos alojábamos, abuela Emperatriz, tía Moty, tío Oscar, mi madre y yo. Cada uno en su catre con colchones de chala. También de chala eran los cigarros liados a mano que fumaban los cuatro, hábito al que mi madre y tíos se sumaban en la estadía. La cocina era un vestíbulo abierto con un par de fogones de adobe donde siembre había brasas encendidas.

Recuerdo poco a Ofelia, sí a Sergio, que me adoptó como el hermano menor e insistía en sacarme a dar vueltas en un petiso; por indicación -mejor, severa advertencia- de mi madre; no recusaba a los convites, que me dejaron una impronta hasta hoy: el caballo es absolutamente imprevisible por los dos extremos y bastante incómodo al medio. La indeseada iniciación como jinete no opacó las otras cosas que me enseñó Sergio: afilar mi primer cortaplumas, regalo de tío Nene, habilidad que mantengo hasta hoy; y a fabricar hondas, destreza que me reputó maestro armero entre mis amigos hasta fines de mi adolescencia.

Las hondas no eran casuales, los campesinos tenían prohibido tener armas de fuego, veda que no alcanzaba a tío Oscar quien llevaba una carabina Francotte calibre 22 para sus frustradas experiencias como cazador; la única oportunidad que le acertó a algo fue a un jote que volaba bajo, recuerdo el impacto como el golpe de un mazo contra un tronco, un par de plumas que bajaron haciendo suaves tirabuzones y el pájaro que continuó volando impávido. Las hondas en manos de don Rosa y Sergio resultaron más letales que la Francotte; las horquetas estaban hechas con trozos de madera encastrados en forma de V y los elásticos, bandas de neumático que tío Oscar y yo éramos incapaces de estirar; la munición, bolitas de barro cocido. Los sábados por la mañana temprano, Sergio y don Rosa partían para volver en horas de la tarde con una o más liebres colgando en bandolera; cuereados y a la sombra esperaban hasta el lunes para el guiso de liebre, plato de almuerzo y cena ya que se cocinaba una vez por día. Los domingos eran de empanadas cocinadas en el horno de barro, las “calduitas” chilenas, más abundosas en cebolla que en carne, según tío Oscar, de caballo. Los martes eran de porotos granados con mazamorra, cosecha de la enorme finca que cuidaban los hombres de la casa: huerta, un viñedo, cuya uva iba a la bodega de los dueños del fundo, frutales y maizales, gallineros, un estanque con patos y el chiquero donde campeaba una piara cuya reina era la chancha Pañuela, uno de mis primeros blancos con la honda, el disparo rebotó en la mole porcina, lo cual hizo que me persiguiera hasta que me puse a salvo en el gallinero. Años después me enteré que la familia recibía un pequeño salario en efectivo por su trabajo; el resto, en especies que usaban para consumir o revender.

Por las siestas íbamos bajo la sombra de los eucaliptos que crecían al lado del alambrado que bordeaba el camino. Sobre el perfumado colchón de hojas tendíamos mantas y leíamos hasta el atardecer. En esas dos semanas de vacaciones mi fuerte era una valija con historietas y bolsilibros Bruguera que me había preparado tío Mario. Por las mañanas debíamos sacudir los zapatos que, si bien estaban debajo de los catres, podían albergar escorpiones. Un día un escorpión alfa tuvo la mala idea de aparecer en horas del almuerzo, don Rosa lo tomó con dos palitos, Sergio sacó pequeñas brasas del fogón e hizo un círculo en el piso. Colocaron al bicho en el medio que, luego de frustrados intentos por huir, se clavó el aguijón en la cabeza, en estas líneas me evoca Cambronne, el mariscal de Napoleón.

A veces en la siesta solíamos adentrarnos en el campo que se abría al otro lado del camino, enfrente a la casa, también cercado por un alambrado, con Ofelia, mi madre y mis tíos cruzábamos la tranquera y caminábamos un par de kilómetros hasta un estero donde recogíamos cangrejos y mejillones de río cuyo destino fue señalado por Martín Fierro por aquello de: “cai el piche engordador, / cai el pájaro que trina: / todo bicho que camina / va a parar al asador”. De regreso, en un bajo umbroso, Ofelia nos llevaba a recolectar coires, frutos del tamaño de una batata que colgaban de enredaderas y en cuyo interior tenían semillas semejantes a las del níspero, envueltas en una pulpa mucilaginosa y perfumada con un sabor que recordaba a la zarzamora. Un día doña Zunilda pidió que lleváramos todo los que pudiéramos e hizo una jalea que, al desayuno, sirvió para untar sus “churrascas”, tortillas al rescoldo.

Años después que dejáramos de visitarlos, tía Moty supo que Sergio aprendió a manejar el tractor y el patrón lo envió a Talca para hacer un curso de mecánico. Cuando volvió, ya graduado, arregló las deudas y toda la familia se fue a Talca. Tengo una foto vestido de huaso chileno, chaqueta corta blanca -confección de mi madre y de doña Zunilda-, faja tricolor, y el sombrero de Sergio, al igual que la chaqueta, herencia andaluza; me quedan la foto, la faja y la etimología de la palabra huaso. Mi hermano menor se llama Sergio, del alacrán suicida recuerdo al Cambronne de: “¡Merde, la Garde meurt, mais ne se rend pas!”. Y al alacrán lo recuerdo porque abuela Emperatriz, Beatriz, Ruth mi suegra y yo, todos escorpianos. Dizque los escorpianos tienen intuiciones que suelen cumplirse; con abuela Emperatriz y mi suegra Ruth, se dio.





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